Sobre salud mental y estigma (II): la familia

the lookout winslow homerImagen: Fisherman’s family de Winslow Homer

 

El papel de la familia en la enfermedad mental es ineludible, decisivo y especialmente complejo.

El espacio en que se encuentra la familia, su condición de límite, de transición dinámica entre los diferentes estratos de realidad de la persona diagnosticada, hacen imposible una capacidad de discernimiento suficientemente objetiva acerca de las causas, consecuencias o, simplemente, del manejo de lo cotidiano. El esfuerzo es constante, la sensación de culpabilidad, tan arraigada en nuestra sociedad desde hace siglos, convierte una dificultad indiscutible en una caminata contra un vendaval, fuerzas que arrastran desde diferentes vectores en cuanto a la responsabilidad, el descontrol, la negación o la indiferencia.

Es por este lugar especialmente incómodo de la familia, por lo que en la mayor parte de las ocasiones se instaura un estigma difícil de controlar. Podríamos denominarlo un estigma de lo propio:

  1. En consonancia con lo que la psicología sistémica define (y, de algún modo, con lo que nos dicta el sentido común, estemos o no de acuerdo con esta orientación psicológica), toda parte perteneciente a un sistema no puede ser ajena a aquello que lo perturba o le confiere identidad. Es decir, la familia en la que hay alguna enfermedad diagnosticada, de algún modo ya está dentro de esa enfermedad. Aunque huyamos de explicaciones genéticas, ese «estar dentro» de lo que sea que la persona y su familia entiende por enfermedad, es un constructo mental de facto, real. De esta manera, para la familia es imposible pensar la enfermedad desde fuera, porque hay un vínculo que le confiere estar, inevitablemente, dentro. Así, cualquier decisión, posición o pensamiento acerca de la enfermedad y el familiar que ha sido clasificado con ella, pasa por un tamiz incómodo de pertenencia al diagnóstico que dificulta una cierta distancia que podría ayudar a una posición de ayuda más efectiva (entendiendo efectividad como la mejor solución para cada parte, no la acepción económica). Por tanto, el estigma aflora para aportar la distancia que es virtualmente imposible de una manera radical: oscilando entre dos polos extremos, a través de la negación (“esto no va con nosotros”, “desde que tiene la enfermedad no es mi hijo”, “hemos hecho lo que hemos podido”) o la sobreprotección (“no sabe estar solo”, “qué será de ella cuando muramos”, “no puede valerse por sí mismo”, “no sé qué hicimos mal”).
  2. No es sin consecuencias que una gran parte de las familias en las que hay presente una persona diagnosticada de trastorno mental también tengan sus propios diagnósticos, certificados o no por un psiquiatra. Sin entrar -de nuevo- en las discusiones acerca de si hay una predisposición genética, una disposición de crianza, u otro tipo de influencia parental, lo que queda claro es que el sentimiento de pertenecer al mismo constructo, al mismo etiquetaje, establece una solidaridad o una separación estigmáticas.
  3. La familia, como perteneciente a su vez al estigma del familiar diagnosticado, sufren también las consecuencias de los agentes externos de separación del sistema social (esto es, profesionales sanitarios, sociedad no diagnosticada y medios de comunicación, principalmente). Así, se produce una cierta respuesta replicada, mutada, una metarespuesta de resolución que en ocasiones dobla o reduce a la mitad las distancias para con el sujeto objeto del estigma.
  4. El omnipresente sentimiento de culpa (proyectado e introyectado hacia todas las direcciones, como un haz policromático en un prisma) merece atención exclusiva. Quizá una posible solución sea establecer un discurso con más propiedad, esto es, sustituir culpabilidad por responsabilidad. La primera excava en el pasado para permanecer petrificada desde el dolor. La segunda, la responsabilidad, apela a la necesidad de hacerse cargo de lo propio, tenga la causalidad que tenga.
  5. El propio desconocimiento universal acerca de en qué consiste, qué es, la enfermedad mental provoca una ausencia de respuestas insoportable para la familia (como veremos que ocurre, en realidad, en todos los demás agentes estigmatizantes) que se resuelve mediante el estigma. Porque si bien no se sabe qué es la enfermedad, sí se sabe, con certeza absoluta que en algo toca lo universal, lo propio, lo que atañe a todos y cada uno de nosotros. De esta manera, la pregunta que aparece irresoluble no es qué son los síntomas (algo a lo que suele responder el sistema sanitario cada vez con más concreción), sino qué es la enfermedad, pregunta en la que se engloba una causalidad inherente, inevitable, una demanda de comprensión peculiarmente humana. Por tanto, el esfuerzo que se debe llevar a cabo desde el núcleo familiar es imponente: sublimar las propias y dolorosas dudas acerca de la causalidad de la enfermedad en una atención y escucha a un problema que también es propio. Porque, al fin y al cabo, el síntoma siempre es dirigido hacia un Otro y la familia lo representa en gran medida.
  6. La dificultad de comprensión, soporte y la presencia del estigma externo a los familiares, provoca que estos se asocien para defender y aportar unas herramientas que el Estado o el individuo aislado no es capaz de abarcar. A pesar de recordar la gran labor y la necesidad de este tejido asociativo, la función de visualización y de apoyo real y cercano a los colectivos afectados, siempre habrá que tener presente el peligro del gueto, en lo que a autoestigma se refiere. Así, la comparación con otros colectivos en riesgo de exclusión, la inclusión exclusiva como, precisamente, colectivo, o la presencia de la sintomatología como un extraño adverso contra el que se establece una lucha constante de 365 días al año, pueden perpetuar la presencia incapacitante del estigma para la persona diagnosticada y la propia familia. La batalla se convierte en un bucle del que es difícil escapar. Toda lucha incesante es un vórtice, sobre todo si es contra una parte de uno mismo.